Fuimos invitados a recorrer por primera vez cada rincón del emblemático museo español, una joya europea y del mundo.
Madrid, 3 de Febrero del 2022. El paso por Madrid, como ya es habitual, era breve y debía, además, ser conciso. Tras nuestra llegada acudimos casi de forma inmediata al tan reconocido museo, para perdernos en su espacio y encontrarnos con sus obras. Después lograr saltar diferentes filas, despojarnos por unas horas de nuestras pertenencias, y sortear al paso a grupos de visitantes, finalmente allí estábamos.
Al igual que en otras ocasiones, sabíamos con exactitud qué debíamos ver pero aún no queríamos saber con precisión en dónde encontrarlo. Decidimos entonces, empezar por la planta baja, dejándonos llevar por el espíritu del museo que seguramente nos iría revelando cuadro a cuadro lo que estábamos buscando.
Un grupo grande personas volcadas frente a un cuadro. Mientras evitábamos miradas y comentarios, descubrimos lo que el grupo escondía. Como regla general, donde hay un grupo de personas, hay una joya escondida. Y esta vez era la muestra más clara de la regla.
Nuestra primera parada fue El Bosco, y la obra protegida por los visitantes, El Jardín de las Delicias. Una obra tan caótica como cautivadora, donde un gran número de personajes habitan y parecen representar la versión religiosa de la creación del mundo. Y aunque resulte irresistible hacer una foto de semejante obra, las fotografías en las salas están expresamente prohibidas. ¿¡Prohibidas?! Más de un asistente exclamaba, y con cierta razón. Pero este simple detalle, cambiaba completamente la forma de interactuar con las piezas y con el museo en sí. Entendimos inmediatamente que el Museo del Prado no se visita, sino que se experimenta.
El Museo poco a poco va revelando sus más preciados tesoros, y dejando ver el hilo narrativo que existe entre sí. Hilo que seguramente pasaría desapercibido ante la fiebre de hacer selfies o stories de cada pintura.
Recorrer el Prado conlleva una carga importante de emociones, pues los rostros de las pinturas rayados por el sol en composiciones principalmente oscuras, solo dejan una estela de vida o una fuga de sufrimiento en la atmósfera del museo. Y aunque las narraciones difieran entre sí, el museo incorpora de manera muy sutil artistas de diversas épocas o estilos, para contar una misma historia. Por eso, es fácil encontrar cuadros de Caravaggio o Goya soportando una narración, más no siendo el eje de la misma. O rompiendo estéticas, con propuestas tan exageradas, como la obra ‘La Esclava’ (1886) de Antonio Fabrés, una pieza que por su monumentalidad, composición e iluminación, destaca en dos salas al rededor.
Ya caía el sol en la ciudad, y no podíamos irnos sin visitar la obra, por excelencia, del Prado: Las Meninas de Diego Velázquez. Una obra exhibida en el opuesto derecho de la sala. Su enorme tamaño la hace la figura del central, casi como si nada más existiera al rededor. Y es posible, después de minutos frente al cuadro, percibir cada trazo y detalle.
En definitiva, el Museo del Prado resulta en una experiencia que requiere de una actitud particular y una disposición a sentir, y a dejarse llevar. Es una invitación a expandir la manera en que se perciben los objetos frente a nuestros ojos, y un ejercicio por capturar mentalmente e impregnarlo en la imaginación de forma espontánea.
Agradecimiento especiales al Museo del Prado por su cordial invitación.
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